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Dijous, 6 de Juliol

Andrea Camilleri: "Biografia del hijo cambiado". La novela de la vida de Luigi Pirandello


Pirandello Una aciaga mañana de septiembre de 1886, los nobles, los acomodados, los comerciantes al por mayor y al por menor, los señores tanto de gorra como de sombrero, las guarniciones y sus comandantes, los empleados de oficinas, suboficinas y oficinuchas gubemamentales que tras la Unidad habían invadido Sicilia peor que una plaga de langosta se despertaron de repente y de mala manera a causa de una espantosa algarabía de voces, disparos, ruidos de carros, relinchos de bestias, pasos precipitados y llamadas de socorro.

Unos tres o cuatro mil viddrani, campesinos de los campos vecinos a Palermo, armados y capitaneados en gran parte por ex jefes de escuadra de la empresa garibaldina, estaban asaltando la ciudad. En un abrir y cerrar de ojos Palermo capituló sin oponer apenas resistencia: a los viddrani se les había unido el populacho, desencadenando una revuelta que en un principio llegó incluso a parecer imposible de sofocar.

Sin embargo, no a todo el mundo en Palermo le pilló de sorpresa. Durante toda la noche habían permanecido en pie y al acecho aquellos que esperaban que sucediera lo que tenía que suceder: los párrocos en las sacristías, los monjes y los frailes en los conventos, algunos nobles nostálgicos y reaccionarios en sus ricos palacios capitalinos. Ellos habían desencadenado aquella revuelta que definían como «republicana», pero que los sicilianos, con la ironía con la que a menudo aderezan sus eventos históricos más trágicos, llamaron la revuelta de las «siete y media», justo las jornadas que duró aquella sublevación. Y no se olvide que las «siete y media» es además un juego de cartas ingenuo y afable accesible también a los más pequeños en las partidas familiares de Navidad.

El general Raffaele Cardona, que había sido enviado a todo correr a la isla, escribe a sus superiores que la revuelta nace, entre otras cosas, «del casi total empobre- cimiento de los recursos de la riqueza pública», donde ese «casi» es un paño caliente, un poco de vaselina para mejor introducir el substancial y sobrentendido concepto de que si los recursos se han empobrecido no ha sido ciertamente por culpa de los aborígenes, sino por una política económica diseñada en consideración al sur de Italia.

Para el marqués de Terrearsa, en cambio, hombre de la derecha moderada, las causas han de buscarse «en la profunda desmoralización de las masas».

Mazzini, aun considerando aquella revuelta «republicana», ya se había distanciado de ella: de fino olfato para todo cuanto emanara olor a iglesia y monasterio, se había persuadido desde hacía tiempo de que era mejor mantenerse al margen de cualquier movimiento envuelto en efluvios de incensario.

Pero «girala comu vo', sempri è cucuzza», (por muchas vueltas que le des la calabaza sigue siendo calabaza) se dice por estos pagos. Y el Gobierno, efectivamente, responde con la única palabra que, desde la Unidad en adelante, es capaz de adoptar ante cualquier movimiento meridional sea este fruto de una causa justificada o no: represión.

De modo que, si bien con un cierto retraso, llegaron las tropas para sofocar la revuelta. Tropas debidamente armadas, por supuesto, pero que traían consigo, sin saberlo siquiera, un arma más terrible que los fusiles y los cañones, una terrible arma invisible: con aquellos militares desembarcó en la Isla el cólera, del que ya existían focos en otras partes de Italia.

Hasta aquel momento se había conseguido mantener alejada el contagio mediante un severa control portuario, pera las necesidades militares lo hicieron menos rígida. El hecho es que el cólera avanzó a la par que las tropas y en la Isla encontró el modo de extenderse como la palma de la mano: desde octubre del 66 hasta agosto del 67 murieron cerca de cincuenta mil personas.

Esta coincidencia inspiró goebbelsianamente a algún genial activista antiunitario. Se difundió el rumor, rápidamente dada por cierto, de que había sida el propio Gobierno el que había extendido el contagio con el fin de exterminar a los sicilianos que con sus revueltas y sus reivindicaciones constituían un auténtico engorro y porque además, elevando un poca la tasa de sucesión, con todas aquellas muertes se obtendría un aumento de las ganancias fiscales.

Buena parte de la población, con el malestar que arrastraba a raíz de la Unidad, creyó en esta historia hasta el punto de que Nino Martoglio se sintió obligado a escribir una deliciosa comedia en dialecto, 'U contra (El Antídoto), con un acertado personaje, don Cosimo Ballaccheri, que explicaba por el contrario cómo el Gobierno no había tenido nada que ver y enunciaba : una estrafalaria teoría de su cosecha al respecto.

Los ricos, los acomodados y los nobles no tardaron en desaparecer de la Isla de un modo que ni siquiera logró la revolución en Rusia cincuenta años más tarde: algunos acabaran incluso en Londres y en Constantinopla. El que carecía de medios para escapar se vio obligada de necesidad a quedarse y trabajar en pueblos y ciudades con el continuo miedo al contagio.

El que tenía conocidos se llevó a la mujer y a los hijos a las casas de campo de campesinos y amigos. Y el que por fortuna tenía una casa de campo hizo de ella un refugio relativamente seguro.

UN LUGAR

Hay un pueblo en la costa meridional de Sicilia que se llama Puerto Empédocles. Antes de convertirse en municipio autónomo era un poblado de Girgenti (nombre de Agrigento hasta 1927), el llamado «Poblado Malecón», de casi tres mil habitantes que en su mayoría vivían del floreciente y ruidoso tráfico portuario del azufre, la sal, el grano y los cereales provenientes de tierra adentro.

El «subordinado Malecón» lo llamaban los agrigentinos escarneciéndose de la aspiración autonomista de la pequeña aldea, la cual, para decirlo sin ambages, se diferenciaba bastante de Agrigento, que tenía más de dieciséis mil habitantes, de los cuales 237 eran curas, 211; frailes y 203, monjas...

Andrea Camilleri. Biografía del hijo cambiado. La novela de la vida de Luigi Pirandello. Traducción de Julio Carrobles. Gadir. Madrid, 2006. 290 páginas. 19 euros. (pgs7-10)

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Andrea Camillieri
The Salvo Montalbano
Luiggi Pirandelllo
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